Rechoncho, abundante pelo rubio, chato, ojos pequeños, gafas negras. Braulio. Don Braulio, el único profesor de la Academia Cervantes de Montreal, Canadá. Allí acudíamos, tres tardes por semana, los hijos de los emigrantes españoles para cursar el bachillerato español. Por la mañana, íbamos al colegio francés o inglés. A don Braulio lo llamábamos Carabigote entre nosotros. No porque luciera un abundante bigote sino por algo mucho más sencillo: en la pared detrás de su mesa colgaba un cartel de propaganda de Seven Up y el lema que la identificaba: Ça ravigote, expresión que en francés significa que vigoriza, que da energía.
Braulio Carabigote
era un buen profesor. En los debates de clase se mezclaba el inglés con el
francés y el castellano sin que el profesor se enfadara o nos corrigiera. En un tiempo en el que los capones, los
tirones de oreja y de patilla eran habituales, él jamás puso la mano encima de
ninguno de nosotros, niños y niñas de entre diez y trece años. La asignatura a
la que más tiempo dedicaba era a Lengua Española. Las demás asignaturas ya nos
las enseñaban en el colegio canadiense, debía de pensar. Le encantaban los
dictados y como una de las fuentes de error más frecuente en nuestro idioma es
el uso correcto de la hache, la be y la uve, don Carabigote leía primero la
frase correctamente: “Un bonito barco velero verde cruzó la bahía de Huelva”. Y
después la repetía lentamente para que no tuviéramos ninguna duda con las
haches, las uves y las bes: “Un bonito barco felero ferde cruzó la bajía de Juelfa”.
También le gustaban las frases graciosas cacofónicas, mezcladas con las citas
cultas. Pasaba de contar que “Anacleto tiene una bicicleta y su tía Clotilde
clama porque Anacleto le destroza los claveles con la bicicleta” a recitar con
voz grave a Rubén Darío y sus “ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania
fecunda”. Recuerdo aún, más de cincuenta años después, cómo nos explicaba las
metáforas del Romance de la luna, luna,
de Lorca: “El jinete se acercaba tocando el tambor del llano”, explicaba
Carabigote, quiere decir que el campo llano se compara a un tambor que es
golpeado por los cascos del caballo, ran rataplán.
Todos los años, al finalizar el curso, organizaba una fiesta
en su academia a la que invitaba al cónsul español, al cura, a los padres y a
un representante de un banco español. Un alumno leía un breve discurso que el
propio Carabigote escribía. Yo fui elegido un año para soltar la perorata. Una
semana antes me entregó un folio con el texto para que me lo aprendiera de
memoria. Todavía lo recuerdo. Comenzaba así: “Ilustrísimo Señor Cónsul, padre
Ángel, señor Lorente, padres de los alumnos todos. Yo también quiero, en nombre
de mis compañeros ausentes por falta de espacio, dirigir unas palabras de
agradecimiento a todas las personas que han hecho posible la existencia de esta
institución…” El resto del discurso abundaba en expresiones como contenida
emoción, abnegación y sacrificio, hacer de nosotros hombres y mujeres de provecho,
altos designios que Dios y la Patria nos tienen reservados y otras que un crío
de once no podía escribir. Pero a nadie le importó: más de treinta personas me
aplaudieron y me felicitaron. Desde entonces nunca he tenido miedo de hablar en
público.
De Carabigote también aprendí a amar la lectura, nuestra
lengua y literatura y los juegos de palabras. Y muchas otras cosas de un hombre
bueno, dotado además de una gran memoria: nunca se olvidaba de pasarnos el
recibo de la mensualidad.
Evaristo Torres Olivas
#MIMEJORMAESTRO
1 comentario:
Enhorabuena por tu relato Evaristo, muy bien escrito. Imsgino que viviendo en el estranjero las clases de espeñol serían algo muy especial, no es de extrañar que guardes tan buen recuerdo.
Publicar un comentario