Gilles fue un buen amigo desde los once a los veinte años. Nos conocimos en el colegio, en Montreal, Canadá. Gilles era francés y acababa de llegar a Canadá con sus padres y hermanas. Yo también acababa de llegar a Canadá procedente de París donde había vivido cinco años. Una historia más de la emigración española de los años sesenta. Nos hicimos amigos porque en el colegio inglés al que asistíamos éramos los únicos que al principio no nos entendíamos con el resto de los chicos y chicas y en los recreos Gilles y yo hablábamos en francés. Entre la familia de Gilles y la mía había una gran diferencia: el padre de Gilles era un prestigioso ingeniero que dirigía una gran empresa minera. Vivían en un espectacular chalé con piscina, gruesas alfombras, televisión en color en todas las habitaciones y un garaje con dos cochazos. Mi padre era un obrero en una fábrica y mi madre limpiaba habitaciones en un motel. Vivíamos en un piso modesto, sin alfombras, una televisión en blanco y negro de cuarta mano, sin garaje ni coche. Cuando la familia de Gilles se iba de vacaciones, les cuidaba la casa y el perro y ellos me recompensaban con una buena propina y me trataban con mucho afecto. Con ellos fui a un restaurante por primera vez en mi vida y también por primera y única vez me puse unos esquís cuando me invitaron a su casa en una estación invernal de Les Laurentides Al cumplir los dieciséis años, a Gilles le compraron sus padres un coche y a mí los míos me enviaron a un internado en Zaragoza. Antes de marcharme fuimos con su Toyota amarillo a una discoteca en el centro de la ciudad. Allí besé a un chica por primera vez: sonaba la canción Superstar cantada por Karen Carpenter. Durante cuatro años más nos veíamos los veranos cuando yo viajaba a Montreal para estar con mis padres. Pero un año dejé de ir. Nos escribimos algunas cartas, hasta que dejamos de hacerlo. Eran los años setenta y no teníamos ni internet ni redes sociales. Hace unos diez años, cuando ya internet estaba en todas partes, intenté buscar a mi amigo y tecleé su nombre, el de su padre y el de sus hermanas sin ningún resultado. Que no encontrara a las hermanas era lógico pues se habrían casado y llevarían el nombre del marido; que no apareciera el padre también podría explicarse porque era un hombre ya mayor y seguramente no era muy aficionado a la red. Pero me extrañaba no encontrar a Gilles. Desde entonces, de vez en cuando entraba a ver si tenía alguna cuenta en Facebook o aparecía alguna entrada en el buscador. Sin resultado. Hasta hace una semana. Un obituario de una funeraria de Montreal anunciaba el fallecimiento del padre de mi amigo a los ochenta y cinco años de edad. Añadía la necrología que iba a reunirse con su difunto hijo Gilles, médico psiquiatra fallecido en 1989. ¡A los treinta y tres años! Los nombres de la madre y las hermanas de Gilles también coincidían. No había duda: mi amigo lleva muerto treintaiún años. También he podido encontrar en la red un libro de medicina dedicado a su memoria. Gilles era el director del departamento de psiquiatría de un hospital de Montreal. He rebuscado en todos los álbumes de fotos que conservaban mis padres y solo he encontrado una foto de Gilles. He llorado un buen rato, cuarenta y cinco años después de habernos visto por última vez. Lo he hecho escuchando a Karen Carpenter, que, como Gilles, también murió a los treinta y tres años.
Evaristo Torres Olivas
1 comentario:
Mis condolencias. Me queda la duda del porqué te enviaron a Zaragoza tus padres, si la manutención sería más costosa.
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