A los humanos nos gusta colgarnos apelativos, títulos o
tratamientos para distinguirnos de los demás. Suelen ser hiperbólicos,
absurdos. Un dictador pequeño y de voz aflautada no se conforma con ser
simplemente general, sino que reclama el título de Generalísimo. Los reyes
quieren que les llamemos Su Majestad y algunos incluso Su Graciosa Majestad,
aunque no nos haga ni puñetera gracia lo que hacen o dicen. Para sus hijos,
piden el tratamiento de Alteza. Un
cardenal se convierte en Eminencia, aunque no sobresalga en nada o sea un
perfecto imbécil. Y siguiendo en el escalafón tenemos Excelencia, Ilustrísima y Señoría hasta llegar al suelo donde se encuentran Manolo o Margarita a secas. Y
todo eso en una sociedad en la que se dice que todos somos iguales. Yo creo que
todo esto habría que revisarlo, y más en estos momentos en que muchos de los
portadores de títulos tan ridículos e hinchados se ven salpicados con
escándalos tan grandes como su ego. Entre otras cosas para no tener que decir
que Su Alteza es culpable de la Bajeza de robar, que Su Majestad ha cometido la
Vulgaridad de cobrar comisiones e ingresarlas en cuentas abiertas en paraísos
fiscales, o que su Eminencia es un Miserable por ocultar a docenas de curas pederastas
en su diócesis. Pero, además, también habría que revisar otros títulos menos
rimbombantes para ajustarlos mejor a la función real que ejercen. Estoy
pensando, por ejemplo, en los llamados portavoces de los partidos políticos. De
todo el espectro político. Después de escuchar los insultos, las mentiras y las
barbaridades que se dicen todos los días en los parlamentos y en las redes
sociales, creo que en lugar de portavoces habría que llamarles bocazas, boceras
o voceras, bocones, cacareadores, lenguaraces, deslenguados y desbocados. Da lo
mismo que se llamen Pablo Echenique, Macarena Olona, Cayetana Álvarez de Toledo
o Gabriel Rufián. Son de todo menos eminencias, excelencias, señorías o
graciosas majestades. No hacen ninguna gracia. Los bocachanclas.
jueves, 11 de junio de 2020
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