“Periodismo es difundir aquello que alguien no quiere que se sepa, el resto
es propaganda. Su función es poner a la vista lo que está oculto, dar testimonio
y, por lo tanto, molestar. Tiene fuentes, pero no amigos. Lo que los periodistas
pueden ejercer, y a través de ellos la sociedad, es el mero derecho al pataleo,
lo más equitativa y documentadamente posible. Criticar todo y a todos. Echar sal
en la herida y guijarros en el zapato. Ver y decir el lado malo de cada cosa,
que del lado bueno se encarga la oficina de prensa”
-Horacio Verbitsky,
periodista y escritor argentino

miércoles, 7 de agosto de 2019

Frente al cierzo para la eternidad

Te hablo como si no te hubieras ido, como si ahí donde estás, muerto de frío, se hubiera encontrado una cura contra la enfermedad que te borró la memoria, te hizo olvidar tu nombre y el mío, y ahora necesitaras, poco a poco, recuperar los recuerdos y rellenar de nuevo las páginas en blanco de tu cerebro. Nunca fuiste a la escuela, abuelo. No sabías escribir y leías mal. Estabas suscrito a la revista semanal 7Fechas, de la Prensa del Movimiento, y escuchabas La Pirenaica, una emisora clandestina del Partido Comunista, con la oreja pegada al altavoz de la radio y el volumen bajo para que no se enteraran los vecinos. Contabas que habías hecho el servicio militar en Valencia, en el botiquín de un cuartel. Según presumías, obtuviste el empleo porque un conocido del pueblo te había advertido de que si querías vivir bien y sin pegar un tiro dijeras que habías estudiado cirugía menor. Y tú, que no sabías escribir y leías mal, te pasaste toda la mili, según relatabas, dando brochazos de tintura de yodo a todo el que se acercaba al botiquín. Tus siete hijos, entre ellos mi padre, emigraron. Cuando yo tenía quince años, mis padres me enviaron a estudiar a España. Tú, que no eras creyente y raramente acudías a la iglesia, recurriste a tu amigo de juventud que era fraile y profesor en un colegio privado para que me buscara una plaza en un internado de Zaragoza. Tenías recursos para todo. Y fue a partir de mi regreso a España que pude conocerte mejor. Me parecías divertido, chistoso, exagerado y excesivo en todo. Agricultor pobre, presumías de ser rico porque tus hijos en el extranjero enviaban los ahorros al Banco Central. Tenías una noguera y un azarollo en un campo minúsculo y hablabas de ellos como si formaran parte de la plantación de un terrateniente. Recuerdo nuestros viajes a Teruel desde el pueblo. La primera visita, nada más bajar del autobús de Zuriaga, era la pastelería Muñoz para comernos un borracho. De ahí, al estanco para comprar tres puros: uno grande, otro mediano y un tercero pequeño. Del estanco, al Banco Central, en la plaza del Torico. Nos acercábamos al mostrador y le entregabas el puro pequeño al cajero. Después saludabas al apoderado y le regalabas el puro mediano. Pedías entonces hablar con el director. Tras unos minutos de espera, pasábamos al despacho y le entregabas el puro grande. La conversación era siempre la misma: el director, un hombre joven y agradable, te preguntaba cómo andabas de salud y a mí qué tal con los estudios. Y venía la pregunta clave que siempre hacías: ¿Qué tal van los millones? Bien, muy bien, contestaba el jefe del banco. Pues no se hable más, replicabas. A continuación, nos levantábamos y nos íbamos, con la tranquilidad de saber que los millones de la familia iban bien. En total, la visita y la entrega de los puros no duraba más de diez minutos. La siguiente parada era en Casa Juderías, una tienda también en la plaza del Torico, para saludar a tu amigo. De ahí, a un bar minúsculo cuyo nombre he olvidado, también en el centro. Dos raciones de callos y dos chatos de vino. Siempre lo mismo. Los mejores callos de España, sentenciabas, y de callos sé mucho, que he estado en Valencia y Madrid y como estos en ningún sitio, añadías. Del bar, a la carnicería Aspas a comprar una cuarta de chuletas de cordero para la abuela y a los autobuses de Zuriaga en el Óvalo para regresar al pueblo. Los años pasaron y cuando ya no podíais vivir solos os fuisteis con los hijos al extranjero. Yo os acompañé a Zaragoza para el preceptivo reconocimiento médico. La abuela, que nunca había salido de su casa del pueblo, estaba asustada con tantos coches y tanto ruido. Cuando en el hospital os entregaron unos envases para recoger muestras, la abuela, presa de los nervios, fue incapaz después de más de quince minutos en el baño. Tú, hombre de mundo, la tranquilizaste diciéndole que si no podía no debía preocuparse, que a ti te sobraba material para llenar siete botes. Y así es como tú y la abuela superasteis el reconocimiento con solamente tus muestras. Una prueba de amor: compartirlo todo. En el nuevo país, la abuela apenas se relacionaba con nadie que no fueran sus hijos, nietos y paisanos del pueblo que vivían en la ciudad y que os visitaban algunos fines de semana. Tú, por el contrario, pronto aprendiste el manejo del teléfono. Memorizaste el número del consulado y llamabas con frecuencia para preguntar cómo iba España. Estoy seguro de que si hubieras podido moverte en esa ciudad con la misma facilidad que lo hacías en Teruel, habrías ido al consulado con puros de distintos tamaños para el personal. El más grande para el cónsul, por supuesto. A la pregunta de cómo va España, el funcionario, al igual que el director del banco con los millones de los hijos, te habría contestado que muy bien y tú, con la satisfacción de saber que España iba bien, te  habrías levantado, le habrías estrechado la mano y te habrías marchado a buscar un bar donde sirvieran callos o morro frito, ignorando que en ese país esos manjares se consideran repugnantes. Al poco tiempo, cuando murió la abuela, decidiste volver a España, a una residencia en Albarracín. Hombre previsor como eras, una de las primeras decisiones que tomaste fue dirigirte al ayuntamiento de tu pueblo y comprar un nicho para cuando tuvieras que emprender el viaje definitivo. Te enfadaste mucho al comprobar que el que te habían asignado estaba orientado a cierzo y exigiste que te dieran otro. No te hicieron mucho caso o te prometieron algo que no cumplieron porque yaces en el nicho frente al cierzo. Para toda la eternidad. Hace muchos años que ya no estás, abuelo, pero con frecuencia, cuando recorro el centro histórico de Teruel, recuerdo nuestras visitas a la pastelería Muñoz, al estanco, al banco, a Casa Juderías y al bar donde se comían los mejores callos de España.

Evaristo Torres Olivas

4 comentarios:

Antonio Torres Barrera dijo...

Si, ahí los tenemos.
Me acuerdo de las y los que no saben frente a que viento están o se los imaginan en un revoltijo de profundidad. Y sin recuerdos de pasteles,callos ni compañía.
Poca cosa es, pero al menos tienen sus nombres unos metros más arriba de donde deberían estar para toda la eternidad.

Feli Eguizábal dijo...

Me parece genial, bien escrito, fluido y ameno. Engancha. Felicidades Evaristo.

vikingo dijo...

Muy emotivo y ameno. Tiene la profundidad de la sencillez y la garra de la vida.

Eva Fernández dijo...

Muy buen homenaje.