Evaristo Torres Olivas
lunes, 19 de marzo de 2018
Discriminación (3)
Voy a continuar con las anécdotas,
aparentemente sin importancia, divertidas, que se sueltan con toda naturalidad,
como las que conté ayer de los jubilados y de mi madre. Y sin embargo, si las
analizamos, no tienen nada de graciosas sino que reflejan cómo se han
interiorizado a lo largos de los años unas ideas y unos comportamientos
reprobables. Mis padres nunca tuvieron coche pero cuando me casé nos dieron
dinero para comprarme uno nuevo. Mi padre se encargaba de recordar una y otra
vez que el coche era suyo, que lo había pagado él. Y eso, según su forma de
pensar, le autorizaba a que cada vez que él y mi madre subían al coche, mi padre
ocupara siempre el asiento de copiloto. Lo daba como algo natural, que no
necesitaba explicación. Tenía la firme convicción de que los hombres viajan
delante y las mujeres detrás. También era de los que cuando llegábamos a casa
después de un viaje me decía que fuéramos a tomar una cerveza al bar mientras
las mujeres preparaban la comida. Para no molestarlas, añadía. Y para demostrar que era un caballero, al
regresar a casa no se olvidaba de comprarles un helado a las mujeres. Recuerdo
que cuando vivíamos en Francia, teníamos un vecino desaseado, sucio. Un
desastre. En mi casa no se le criticaba
a él sino a su esposa, con la expresión ¡mira como lo lleva al pobrecito! Dudo
que si la desaseada hubiera sido la mujer, la responsabilidad recayera sobre el
marido. Al contrario, se la habría tachado de guarra. Y por último, recuerdo a
un amigo de juventud y cómo los domingos, cuando iba a su casa a buscarle, él
le ordenaba a su hermana que le limpiara los zapatos porque íbamos a salir. A
ninguno, ni a la hermana, ni a la madre, ni al padre, ni al otro hermano, ni a
mí nos parecía que hubiera nada reprobable.
Como tampoco lo había si llegábamos a las tres de la tarde a su casa,
porque habíamos estado tomando cervezas, todos ya habían comido, nos sentábamos
y la madre o la hermana nos calentaban la comida y nos la servían, sin
rechistar y sin que mi amigo le hubiera dicho con antelación que me iba a
invitar a comer. Y al terminar, nos íbamos directamente al bar a tomar café,
copa y puro, mientras las mujeres recogían y fregaban.
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Sin pelos en la lengua
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