Evaristo Torres Olivas
martes, 13 de marzo de 2018
Discriminación (2)
El día 8 de marzo por la mañana fui en coche al banco en un
pueblo de nuestra provincia. Un día soleado. Coincidió que justo delante del
banco se concentró un grupo numeroso de mujeres—y algún hombre—para leer un
comunicado con motivo del Día Internacional de la Mujer. Me quedé hasta que se
terminó la lectura del manifiesto. Cuando me dirigía al lugar donde tenía
aparcado el coche, pasé delante de un grupo de jubilados, una docena, todos
hombres, con sus gorras y sus garrotes, sentados en unas sillas delante de la
puerta de un bar. Habían presenciado el acto de las mujeres desde un lugar
privilegiado. Mientras caminaba, escuché cómo un jubilado comentaba: “Ahora
dicen que quieren mandar las mujeres”; y otro añadía: “¿Aún más?” Risas. Esta
anécdota, que hemos repetido cientos de
veces los hombres en las barras de los bares, refleja las coartadas que nos
buscamos para enmascarar nuestra situación de privilegio. La realidad es que
los jubilados se pueden pegar toda la tarde sentados en una silla jugando al
guiñote y tomando carajillos, pero mujeres se ven muy pocas. Las jubiladas van
a las charlas, al club de lectura, pero no toda la tarde sino solamente el
tiempo que dura el acto. La realidad es que en la familia—en la mía también—la madre, además de trabajar fuera, lo hacía en la casa y cocinaba,
limpiaba, lavaba y planchaba; y el padre
era el que controlaba el dinero, decidía si los ahorros se metían a plazo fijo
o se invertían en acciones, si se compraba una televisión, una lavadora o una
olla express. A la mujer la habían educado a aceptar esa función de
subordinación. Aún recuerdo cuando vivía en Zaragoza, ya casado, y salí a la
terraza a tender la ropa. Mi madre, que estaba de visita, me vio y me quitó el
cesto a la vez que me decía que no debía tender la ropa porque me iban a ver
los vecinos. Tampoco me las quiero dar de hombre ejemplar, porque yo nunca
compartí las tareas del hogar al cincuenta por ciento. Ni siquiera al veinte. No
sabía ni freír un huevo, ni planchar una camisa ni si la lavadora mordía al
meter la ropa dentro. Ahora sé cocinar, me plancho la ropa y manejo la
lavadora, la batidora y el horno como un profesional. Pero claro, vivo solo.
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Sin pelos en la lengua
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