“Periodismo es difundir aquello que alguien no quiere que se sepa, el resto
es propaganda. Su función es poner a la vista lo que está oculto, dar testimonio
y, por lo tanto, molestar. Tiene fuentes, pero no amigos. Lo que los periodistas
pueden ejercer, y a través de ellos la sociedad, es el mero derecho al pataleo,
lo más equitativa y documentadamente posible. Criticar todo y a todos. Echar sal
en la herida y guijarros en el zapato. Ver y decir el lado malo de cada cosa,
que del lado bueno se encarga la oficina de prensa”
-Horacio Verbitsky,
periodista y escritor argentino

lunes, 16 de febrero de 2009

Antaño y hogaño

Cuando me casé, nos fuimos de viaje de novios a la URSS, a principios de los ochenta. Con un par. Y no lo hicimos por fervor comunista ni por ardor guerrero. Niet. Andábamos escasos de liquidez y el viaje a las repúblicas soviéticas era lo más barato que se ofrecía entonces. Quince días, cuatro ciudades, pensión completa. Por cuatro chavos. Vendí bragas y pantalones vaqueros en la Plaza Roja de Moscú. Con los rublos obtenidos del trapicheo del mercado negro, compramos unas muñecas chochonas llamadas matrioskas y un montón de chuminadas para acumular polvo en los anaqueles del mueble-bar de los padres y de los suegros. Coincidimos con el plan quinquenal del pepino y para desayunar, día tras día, incluidos los domingos, nos servían pepinos y una especie de yogurt que no me entraba ni pinzándome la nariz. Bien es cierto que en las tiendas sólo para turistas, las berioskas, se podía comprar caviar y salmón por unos cuantos dólares. Pero es que a uno que estaba acostumbrado al jamón, la longaniza y el huevo frito, tampoco le entraban las exquisiteces. Será que no está hecha la miel para la boca del asno. Será. Discutí con los funcionarios que pretendían almibarar la mierda que veían mis ojos. Discutí con los otros miembros del grupo de españoles, que si no eran miembros del PCE, ya habían echado la instancia para ser admitidos en tan distinguido club. Descubrí que la religión de estado nos hace comulgar con las mismas ruedas de molino que la Santa Madre Iglesia. Creer en lo que no se ve. Hacía falta una fe de cojones, de la que yo carecía entonces y de la que carezco hogaño.
En la recepción de los hoteles, me llamaba la atención que en lugar de atenderte una o dos personas, lo hacían catorce o quince. Pleno empleo creo que llamaban a eso. No había ni una máquina registradora, ni calculadoras ni nada. Todos tiraban de ábaco. Todos funcionarios. Incluida la perra Laika disecada, la que se asó en el espacio unas décadas antes, y la momia de Lenin, a cuyos restos incorruptos le ofrecían el ramo de flores los recién casados. A mi vuelta a España, ejercí de chico de los recados de una multinacional. Me debió de quedar grabada en el cerebro la impronta de la ineficiencia soviética porque cada vez que visitaba un organismo público, mi ábaco interior se ponía a contar los que curraban y los que se estaban tocando los chirimbolos. En el negociado A, una cola interminable y un pobre funcionario sudando la gota gorda; en el B, una funcionaria limándose la uñas y en el C, del funcionario sólo estaba el cartel con su nombre y una silla vacía. También conocí a una funcionaria de la secretaría de la universidad que sólo aparecía por la oficina los fines de mes, para cobrar. Pero la culpa no es de los funcionarios. Salvo los casos de enchufe y nepotismo, los funcionarios acceden a sus respectivos destinos tras superar oposiciones, concursos de méritos o duras pruebas selectivas. Son jóvenes o viejos, aunque sobradamente preparados- JASP Y VASP-. La explicación de la ineficiencia hay que buscarla en la falta de organización, en la desmotivación, en la inexistencia de controles y de algo tan sencillo como es la valoración de puestos, control de procesos, estudios de cargas de trabajo y saturación y otras herramientas de gestión de los “recursos humanos”. Hay funcionarios que están hasta las cejas de trabajo y otros que matan las horas resolviendo sudokus y crucigramas o pegando la hebra en los pasillos o en los aledaños del lugar de trabajo. ¿Qué motivación puede tener un funcionario cuando comprueba que un ignaro político ágrafo le triplica el sueldo? Tenemos tres millones de funcionarios según la EPA; 2.600.000 según el Boletín Estadístico del Personal al Servicio de las Administraciones Públicas. Ni en eso nos ponemos de acuerdo. No sé si son muchos o pocos. Lo que sí sé es que si su trabajo estuviera mejor organizado, estaríamos todos más contentos.
Evaristo Torres Olivas. Villarquemado
DDT 15/2/2009

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