“Periodismo es difundir aquello que alguien no quiere que se sepa, el resto
es propaganda. Su función es poner a la vista lo que está oculto, dar testimonio
y, por lo tanto, molestar. Tiene fuentes, pero no amigos. Lo que los periodistas
pueden ejercer, y a través de ellos la sociedad, es el mero derecho al pataleo,
lo más equitativa y documentadamente posible. Criticar todo y a todos. Echar sal
en la herida y guijarros en el zapato. Ver y decir el lado malo de cada cosa,
que del lado bueno se encarga la oficina de prensa”
-Horacio Verbitsky,
periodista y escritor argentino

viernes, 28 de noviembre de 2008

El impuesto de los pobres

Los días 10, 11 y 12 de este mes, mi pueblo, Villarquemado, rindió homenaje a los que dejaron su tierra en busca de un futuro mejor. Tras las huellas de la Operación Bisonte (1957-2008). Reflexiones sobre la migración en Aragón. Bajo ese título, se han celebrado en Teruel y Villarquemado, conferencias, proyecciones audiovisuales y una mesa redonda. Como emigrante e hijo de emigrantes, estas jornadas me han servido para rememorar la historia de mi pueblo, de mi familia y la mía.
Bajo diversas denominaciones - Operación Bisonte, Operación Alce, Operación Marta- a finales de los cincuenta, varios cientos de españoles, hombres y mujeres jóvenes, abandonaron su país para emigrar a Canadá. En la primera de ellas, La Operación Bisonte, en el mes de mayo del 1957, 14 parejas de la provincia de Teruel, de las cuales 6 eran de mi pueblo, Villarquemado, partieron a Montreal, en la provincia francófona de Québec. A mi padre lo rechazaron en el reconocimiento: se había roto un brazo siendo niño y tenía un leve defecto en el codo.
La España de la posguerra, el Régimen autárquico que mataba de hambre a los españoles pobres; la Dictadura, que como dijo en su conferencia el profesor Antonio Cazorla, de la Universidad Trent de Toronto, hizo pagar a los pobres un impuesto muy elevado: el de la emigración.
Mi padre, al ser rechazado par ir a Canadá emigró a Francia. Y unos años más tarde, en el 61, mi madre y yo nos reunimos con él. En París, en el distrito 19. En un mísero callejón de la rue de Flandre. Nuestra casa durante cinco años: una habitación de apenas 15 metros cuadrados. Para ir al baño había que salir a la calle y dirigirse a unos váteres colectivos. Mi padre trabajaba en la cadena de la Citroën y mi madre limpiando en una óptica, en una floristería y en tres casas particulares. Como en casa no teníamos duchas, mi madre me llevaba a las casas en las que trabajaba y me duchaba allí.
Mis amigos de París se llamaban Amid, Ali, Ouali, Paolo, Carmela, Eusebio y Antonio. No había ningún François ni ninguna Colette. Amid-al que mis padres llamaban el morico- era mi amigo inseparable. Juntos robábamos caramelos en la pastelería y juntos intentábamos acercarnos a las francesitas en el parque Buttes Chaumond, él con el seudónimo de Alain y yo de Jean Claude. Pero nuestras pintas nos delataban y éramos rechazados una y otra vez. En el colegio, para el resto de mis compañeros de clase, yo no era Evaristo sino un español de mierda. No conservo un mal recuerdo de los profesores, especialmente de Mademoiselle Moreauc y de Madame Michèle. Los fines de curso no los soportaba: se hacía una fiesta en la que se entregaban premios y a la que asistían los padres. Los míos nunca venían porque no podían perder un día de trabajo. Tampoco soportaba los pantalones de tergal y las camisas blancas con las que me vestía mi madre, cuando los franchutes se ponían vaqueros Levi Strauss y camisas de flores. Del París de mi infancia recuerdo los paseos de los domingos, las señoras de Pigalle recostadas en las esquinas y a las que mis padres llamaban “las del bolsico” y una patada que le di a un bolsa mugrienta que resultó estar llena de monedas con las que al día siguiente mi padre, mi madre y yo nos compramos un par de zapatos cada uno en la zapatería André. También recuerdo a la dueña de la floristería que limpiaba mi madre todos los jueves, una señora mayor que empinaba el codo y que me compraba pasteles y libros de Tintín y de Pif Poche. En julio, terminado el curso escolar, viajaba a Villarquemado desde París con el tío Eugenio o con Carmen la Zapatera. Los veranos en el pueblo suponían el reencuentro con los abuelos, los tíos y los primos. La trilla, el campo, los tirachinas y los pájaros en las barderas. Y la Primera Comunión, en pleno mes de agosto, aprovechando las vacaciones de mis padres. El único niño que comulgó, vestido con los odiosos pantalones de Tergal, la camisa blanca y una chaqueta de cuadros.
En el 67, emigramos a Canadá desde París. Allí residían mi tío Florencio y mi tía María, dos integrantes de la Operación Bisonte, mis tíos Antonio, Jesús y María y mis primos Vicente, José Antonio y Emilia. También estaban unos primos de mi padre, Juan y Ramona y sus hijos Javier y Juan Carlos. El cambio fue espectacular. Nuestra casa ya no era una habitación en un callejón mugriento sino un piso con cocina, salón, dos habitaciones y un baño. Y televisión. Todo era verde y había parques inmensos por todas partes. En el colegio me adapté rápidamente porque asistí a la misma clase que José Antonio y Emilia que ya llevaban un año en Montréal y cuidaron al primo que no tenía ni idea de inglés. Vivíamos en un bloque de apartamentos, rodeados de chalets de gente acomodada. Mi bloque era mayoritariamente de francófonos pero yo asistía a un colegio católico inglés. Al regresar a casa por las tardes, era agredido todos los días por unos energúmenos de un colegio protestante, que me odiaban por extranjero y por católico. En algunas ocasiones me invitaban algunos compañeros de colegio a sus casas. Yo no concebía que se pudieran tener casas así: jardín con piscina, sótano, garaje, alfombras de un palmo de grosor y dos o tres televisiones en color. Me invitaban a comer pizza, hamburguesas y pollo Kentucky. Yo nunca llevé a nadie a mi casa. Me daba vergüenza. Teníamos lo imprescindible: cuatro muebles, ninguna alfombra y una televisión Philco en blanco y negro del año de la polca. En mi casa no se comían ni pizzas ni hamburguesas sino judías, lentejas, garbanzos y pollo guisado; y los domingos, paella. Nunca salimos de Montréal y nunca tuvimos coche. España estaba siempre en el corazón y en las conversaciones. El regreso era inminente. Mis padres tardaron trece años en regresar. Otros nunca lo hicieron y unos cuantos nunca lo harán. En Canadá viven mis primos y muchos paisanos de Villarquemado. Allí están enterrados mis tíos Florencio y Jesús y mi abuela Rosina, una mujer que nunca había salido de Villarquemado y ya muy mayor, los hijos la llevaron a Montréal para que pasara sus últimos años con ellos.
Todas estas cosas recordé cuando en el cine de mi pueblo escuché, en representación de todos los emigrantes e hijos de emigrantes, a Anacleto Esteban, Ángel Fombuena, Daniel Mora, Emilia Paricio y Michel Martínez. Y me emocioné con las palabras de Juana Locic, una rumana que vive en Villarquemado y que dejó familia, casa y paisajes de su infancia para buscar una vida mejor en España.
Quiero terminar recordando a cada una de las 14 parejas que en mayo de 1957, abandonaron Teruel para irse a un país desconocido, al otro lado del mar. Y un recuerdo muy especial para los de mi pueblo: Valentina Sanz y Alfredo Coedo, Elvira Sánchez y Álvaro Iritia, Armonía Esteban y Tomás Montoro, Concepción Fombuena e Isaac Pérez, Úrsula Torres y Ramiro Sanz. Y mis tíos María Torres y Florencio Mora. Y para mi madre, Humildad Olivas, que murió dos días antes de que su pueblo le rindiera un homenaje junto a sus paisanos emigrantes. Todos ellos, con escasas excepciones, fueron obligados a pagar el impuesto de los pobres.
Evaristo Torres Olivas. Villarquemado

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