Ser emigrante tiene sus inconvenientes. Y alguna ventaja. Yo lo fui desde los seis a los quince años. En Francia y en Canadá. Entre los inconvenientes, que me llamaran español de mierda o que me volviera a mi país de ídem. Entre las ventajas, si suspendía o aprobaba una asignatura la culpa o el mérito siempre eran míos: porque no había dado palo al agua o porque me había dejado los codos y quemado las cejas delante del libro. La cosa dio un giro cuando me vine a estudiar a España. Hasta entonces, nunca había asistido a una clase de religión. Pero a partir de los quince años todo cambió, para mal. Todo lo bueno era debido a la gracia de Dios y lo malo, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Si sacaba un diez en Filosofía, era por gracia del Señor y si un tres en Religión, por vago y ateo. En los libros, muchos compañeros escribían: “Virgen santa, Virgen pura, haz que apruebe esta asignatura". Y los profesores no decían nada. ¿Habría sido lo mismo si alguno hubiera escrito: “Tengo que aprobar esta asignatura como sea, lo quiera o no lo quiera Dios?” Estoy convencido de que no. A mí, por decir que lo de Dios es uno y trino era una “tontada” muy grande, el padre Sandalio me propinó una bofetada. Porque así lo quiso Dios, supongo. A Dios rogando y con el mazo dando. Tampoco entendía por qué una vez en que la transferencia bancaria de mis padres para pagar el trimestre del internado se retrasó unos días, el director me llamó a su despacho para amenazarme con malos modales. Podría haberme dicho que esas cosas pasan porque Dios así lo ha querido o que me tranquilizara porque los caminos del señor son inescrutables. No le respondí porque lo más probable es que me hubiera contestado que hay que dar al director del colegio lo que es del director del colegio y a Dios lo que es de Dios. No hay que mezclar churras con merinas. Las asignaturas las aprueba Dios y lo de las perras es otro apartado. Entonces todavía no se había rodado la película Amanece que no es poco de José Luis Cuerda para que pudiera decirle lo de “me parece a mí que tenéis un cuajo…”. Me despido en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Evaristo Torres Olivas
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