He pasado unos días en Madrid en casa de un familiar. En Legazpi, pegado al antiguo matadero convertido hoy en un centro cultural, a orillas del río Manzanares. Una tarde entré en un bar del barrio que me gusta mucho. Camareros amables, buenas tapas y precios razonables. Lleno total. Silencio sepulcral. En la tele se retransmitía un partido de fútbol de España contra otro equipo que no recuerdo. El silencio se interrumpía en alguna ocasión para proferir insultos al árbitro o a algún jugador del conjunto contrario. Termina el primer tiempo y empieza un breve telediario. Se acabó el silencio y empieza el alboroto. A la gente, los muertos palestinos o la guerra de Ucrania le importan un bledo. Comentan a gritos las jugadas del partido, prosiguen los insultos al contrario y aprovechan para pedir otra ronda de cervezas. Empieza la segunda parte y vuelve el silencio solo alterado por algún improperio al rival o al colegiado. Me quiero ir pero algo me retiene. Intento entender cómo gente aparentemente normal es capaz de insultar con improperios racistas a un jugador africano del equipo contrario y elogiar con olé tus testículos a otro de mismo color de piel y origen que se llama Nico Williams y juega en el equipo español. Les trae sin cuidado que mueran niños en Palestina, qué sucede en Ucrania, las mujeres asesinadas en España o la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Tal vez no haya sido una buena idea entrar en un bar atiborrado cuando retransmiten un partido de fútbol.
Evaristo Torres Olivas
No hay comentarios:
Publicar un comentario