Imaginemos ahora que hay unas elecciones en Teruel y yo me quiero presentar. La papeleta, por imperativo legal, debe ordenarse por orden alfabético del nombre. Mis adversarios se llaman Anabelinda, Anacleto y Anastasia. Yo me llamo Evaristo. ¡Ya la hemos jodido! Un perdedor, otra vez más. Pero como nunca me doy por vencido, se me ocurren varias ideas. La primera, ir al colegio electoral y poner las papeletas boca abajo: de esa manera Evaristo aparece el primero y los votantes, que son unos vagos, marcarán al primero, o sea yo. La segunda idea consistiría en pedirles a todos mis amigos y a los amigos de mis amigos y a toda la parentela de mis amigos y de los amigos de mis amigos, que el día D, el de las votaciones, echasen en la urna el sobre con la papeleta que yo les facilitaría. Les prometería a cambio un puesto bien retribuido de semáforo en Motorland, dinosaurio en Dinópolis, iluminador de estrellas en el Pico del Buitre o consejero de asuntos varios de la presidencia de la Diputación. La tercera, la que más me gusta, la más limpia y honrada, consistiría en dirigirme al Registro Civil y mantener esta conversación con la funcionaria: hola buenos días. Buenos días, ¿qué desea? Que venía a cambiarme el nombre. ¿Cómo se llama usted? Evaristo, sin hache. ¿Y cómo se quiere llamar? Ababisto, también sin hache. De esa manera el último sería el primero y Ababisto ganaría las elecciones.
Ni el PP con Ruiz-Gallardón ni Ababisto cambiando el nombre son los únicos que manipulan para ganar. Hay otros con métodos más sutiles, como decir que la lista debe recoger todas las sensibilidades y como yo soy la más sensible, iré la primera, Manolito el segundo y Teresita la tercera, porque otra cosa no seremos, pero sensibles, un huevo.
Evaristo Torres Olivas
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