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“Periodismo es difundir aquello que alguien no quiere que se sepa, el resto
es propaganda. Su función es poner a la vista lo que está oculto, dar testimonio
y, por lo tanto, molestar. Tiene fuentes, pero no amigos. Lo que los periodistas
pueden ejercer, y a través de ellos la sociedad, es el mero derecho al pataleo,
lo más equitativa y documentadamente posible. Criticar todo y a todos. Echar sal
en la herida y guijarros en el zapato. Ver y decir el lado malo de cada cosa,
que del lado bueno se encarga la oficina de prensa”
-Horacio Verbitsky,
periodista y escritor argentino
Los pinchos
Hacía tiempo que quería hablar de este aparato de tortura pero cuando me acordaba no llevaba conmigo la cámara de fotos y cuando la llevaba no me acordaba de fotografiarlo. Finalmente, el día uno de mayo coincidió que llevaba la cámara y que me acordé de fotografiar los pinchos. Miren la foto al final de este escrito. Aunque pudiera parecer uno de los chismes que se exhiben durante “Los medievales” de Raquel Esteban, no es así. Este está fijo todo el año, en el escaparate de Ferrán en el centro de la ciudad. Yo entiendo que se quiera proteger la propiedad poniendo unas rejas. Me cuesta más entender que además de proteger haya ánimo de dañar a las personas. Y no otro fin parece que persiguen esos pinchos. Tanto el herrero que los forjó como el propietario que los encargó y autorizó la instalación demostraron tener el mismo instinto que los inquisidores. ¿Se protege más el escaparate añadiendo a la verja esos pinchos? No. ¿Disuaden a los vándalos y ladrones? No. Seguramente lo que quieren impedir es que alguna persona se pudiera sentar y eso, hay que reconocer, lo consiguen, a no ser que se trate de algún masoquista o de algún faquir de turismo por la ciudad. También consiguen que algún crío, ya se sabe como son esos pequeños potros sin domar, se suba a hacer la cabra, tropiece y se abra la cabeza. Pero claro, la culpa no será de los dueños de tan próspero negocio, sino de los padres y de los maestros que no han sabido educar a esos jóvenes salvajes para que respeten la propiedad privada. Ni tampoco será de nuestras autoridades locales. Seguro que el alcalde, que tiene pasta y viste bien, habrá entrado más de una vez a esa tienda de ropa de Teruel y no habrá reparado en el potro de tortura. Claro, un alcalde, que además es senador, tiene tantas cosas en la cabeza que no puede estar en todo. Y lo mismo los concejales o la policía local. Esta última está tan ocupada poniendo multas en el aparcamiento de la estación que no le da tiempo a denunciar minucias de pinchitos en un escaparate. Y además, ese potro de tortura también sirve para recordarnos que en Teruel todos los meses de febrero se celebran las Bodas de Raquel Esteban.
Evaristo Torres Olivas
Por el c..,. te la hinco
4 comentarios:
Qué alegría, Evaristo, por primera vez no estoy de acuerdo contigo. Lo que planteas es interesante porque va más allá. ¿Deben adaptarse los mobiliarios urbanos a los cambios de mentalidad? ¿Debemos negar lo sucedido? Cuando hablaban de quitar todos los aguiluchos del territorio nacional, y por supuesto todos los yugos y todas las flechas, yo me planteaba si borrar el pasado totalmente, fumigarlo, es la mejor manera de superarlo. Hay edificios, los de Regiones Devastadas, a los que un aguilucho preconstitucional les sienta como anillo al dedo. Lo chocante es que en un edificio musoliniano no todos sus elementos decorativos sean igual de fascistas. En este caso que comentas no se trata de que su presencia y mantenimiento sean ofensivos a la moral ciudadana, sino de que puede resultar peligroso, porque, como edificio, digamos, ideológico, representa la estética burguesa de principios del XX, pomposa y altanera, y, en algunos casos, como este muy concreto, también hermosa. Pau Monguió y Matías Abad son sus autores, dos de los mejores artistas que han vivido y creado en Teruel, que trabajaban por encargo para familias acomodadas y, naturalmente, interpretaban sus deseos. Ese pincho es un deseo burgués de principios del XX que, por lo menos en las últimas décadas de existencia, no ha provocado ninguna víctima. Yo ni siquiera me había parado a pensarlo, pero ahora, al ser pensado, es también por primera vez y ya para siempre peligroso. Ahora bien, ¿se entendería igual Teruel sin la pomposa altanería de alguno de sus edificios? ¿Cabe algún modo de mitigar el peligro sin borrar el símbolo, ciertamente ridículo? ¿Cuál sería el valor estético de serrarlos como se capa una boina? Abrazos.
Antonio, me has tenido una hora pensando. No te faltan razones. Algunos de tus argumentos son muy sólidos; otros no tanto: que en muchas décadas no se haya producido un accidente no significa que no sea un peligro y que pueda producirse en cualquier momento. En muchos locales públicos nunca se ha producido un incendio que obligue a evacuarlos por lo que no estaría justificado el gasto en salidas de emergencia. ¿Para qué gastar dinero en puertas cortafuegos si la probabilidad de que se produzca un incendio en un garaje es una entre diez mil? El aspecto estético es importante, pero en este caso creo que afeitar al toro no afectaría a la belleza del espectáculo. Esas rejas sin pitorro serían igual de hermosas. Y antes de proceder a capar al bicho, se podrían hacer fotos y exponerlas en el museo de Teruel para que se pudiera ver cómo eran antes de mutilarlas. Claro que se corre el peligro de que en el futuro nos salga un Berlusconi patrio y quiera restituir el miembro viril de las rejas, como hizo el italiano con el pene de una estatua de Marte. En fin Antonio, que hay argumentos para una cosa y para su contraria.
Ya lo creo que los hay, argumentos, y también otros ejemplos de mobiliario urbano diseñados para la misma función, para que la gente no los use ni los traspase. Debajo del viaducto de la calle Bailén, en Madrid, colocaron unos hierros para que los mendigos no se guareciesen debajo de un puente, como han hecho siempre los mendigos. Cualquiera, no solo un niño, que camine entre ellos y pierda el equilibrio corre el riesgo de romperse varios huesos de distintas partes del cuerpo. Lo mismo sucede con los bancos de algunas plazas, que llevan un reposabrazos de hierro en medio para que la gente no se tumbe. En este caso del pincho modernista no creo que fuera para sentarse, por incómodo y resbaladizo, si bien su estructura se adapta perfectamente a la de una letrina articulada. Y aun con todo, ¿quién va a sentarse allí? A mí me suena más bien a esos letreros que antes había en los bares, Prohibido escupir, e incluso creo que la forma levemente salomónica y acabada en punta roma se parece un poco al objeto que no se desea que sea depositado a hurtadillas y al amparo de la oscuridad en noches de apretón.
De modo que lo que se quiere evitar es algo, me temo, que ya no necesitamos evitar, y que por lo tanto ya no representa verdadero peligro.
Pero y si un niño... Ya estamos con los niños. Si un niño se cae trotando por una acera de la Cava Baja de Madrid y se da con un bolardo, lo más probable es que se abra la cabeza en dos, porque tienen un filo de granito afilado que a más de uno seguro que ya le ha rasgado la piel o segado ya la tibia.
Si apelamos al peligro, y hablamos de los niños, deberemos establecer las debidas proporciones. ¿Hay que quitar de la calle todo lo que pueda lastimar a un niño que se encarame, con las ganas de encaramarse que tienen los niños y lo laxo de la vigilancia a que sus padres los someten? ¿Hay que aplicar al casco antiguo los criterios que se aplican en una guardería, donde están prohibidas las puntas, los filos, los cantos, las rigideces, las alturas y las dimensiones demasiado pequeñas? ¿Es menos peligroso el canto de una acera que ese pincho? ¿O es que, al hablar de niños, consideras que la seguridad vial debe partir de la consideración de que los ciudadanos no tenemos más instinto del peligro que el que tiene un niño?
En esto último casi estoy, oh Evaristo, por darte la razón.
Me has convencido, Antonio. ¡Vivan los pinchos y vivan las "caenas"!
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