A mí, el Mayo francés no me afectó en nada. Ni tampoco conozco a nadie a quien le afectara. Yo entonces vivía en París e iba a la escuela. Ni mi compañero de pupitre ni el resto de los alumnos inmigrantes me hablaron de que pasara nada raro. Nadine, una francesita de mi edad, sobrina de la portera, tampoco había hecho suyas las consignas del amor libre porque ni a mi amigo argelino Amid ni a mí nos dejaba acercarnos a menos de tres metros. Mi padre seguía llegando a casa agotado tras ocho horas en la fábrica y mi madre de limpiar el polvo en casa de una florista que empinaba el codo pero que me compraba cruasanes y me regalaba tebeos de Tintin y de Pif Poche. En mi calle, un miserable callejón de inmigrantes, nadie levantó los pavés para tirárselos a los gendarmes y no pudimos comprobar si bajo los adoquines estaba la playa. Ni Cohn-Bendit ni ninguno de los suyos aparecieron por allí. Como en mi casa no se compraban periódicos, no sabíamos quién era Sartre ni Simone de Beauvoir y el Café de Flore no lo frecuentábamos. Tampoco el bistró de la esquina. Dicen que gritaban ¡la imaginación al poder! pero nosotros no nos enteramos. En el verano cuando vine de vacaciones a Villarquemado nadie nos preguntó por el mayo francés. En las eras se seguía trillando como siempre, se merendaba sopeta con azúcar y mi primo y yo seguíamos fabricando tirachinas para cazar los pájaros que se posaban en las barderas o en los tejados de los pajares. Mi abuelo me llevaba a Teruel a visitar a su amigo que trabajaba en Casa Juderías y después me compraba un pastel en Muñoz. A principios de septiembre, al volver a París, todo seguía igual. Me seguían llamando espagnol de merde.
Evaristo Torres Olivas. Villarquemado
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