“Periodismo es difundir aquello que alguien no quiere que se sepa, el resto
es propaganda. Su función es poner a la vista lo que está oculto, dar testimonio
y, por lo tanto, molestar. Tiene fuentes, pero no amigos. Lo que los periodistas
pueden ejercer, y a través de ellos la sociedad, es el mero derecho al pataleo,
lo más equitativa y documentadamente posible. Criticar todo y a todos. Echar sal
en la herida y guijarros en el zapato. Ver y decir el lado malo de cada cosa,
que del lado bueno se encarga la oficina de prensa”
-Horacio Verbitsky,
periodista y escritor argentino

viernes, 28 de noviembre de 2008

Los de Huesca y de Teruel...

Viernes por la noche. Plaza del Seminario. Abarrotada. Menores de 40 años conté, a ojo, cuatro o cinco. No hubo botellón y los únicos pastilleros eran los que tomaban Subidina para la tensión y Atracol para el colesterol. La Fundación Amantes organizó un concierto de La Bullonera, Carbonell y Labordeta. El abuelo no estaba; se hizo un esguince, en la Expo, saludando al Rey, según contó Carbonell. Estuvo bien la actuación. Volví a los setenta, cuando tenía pelo, fuelle para correr delante de los grises y la convicción de que la Revolución estaba a la vuelta de la esquina. Me hice revolucionario por motivos sexuales: decían que las rojas se arrimaban más. No era cierto, al menos en mi caso. Yo era tan ignorante que lloré más cuando cascó Mao que cuando murió mi abuela. Vi siete veces una película, Cuerno de cabra, que proyectaban en el cine Elíseos, de arte y ensayo. No por amor al cine, sino porque salía una tía en pelotas. La sala atestada como piojos en costura hasta que aparecía la prota en traje de nacer. Después, la desbandada.
Un fin de semana completo consistía en concierto de La Bullonera, Labordeta, Raimon, Quintín Cabrera, Manuel Gerena o todos juntos. Ellos eran el Red Bull a full o el Pharmaton Complex que nos preparaban para el lanzamiento de panfletos pidiendo amnistía, libertad y democracia y para las carreras delante de unos energúmenos con porra, botes de humo y pelotas de goma, por la Plaza del Pilar, el Paseo de la Independencia o las callejuelas de El Tubo. A uno de esos salvajes, que se excedió en el suministro de cachiporrazos, le juré venganza cuando triunfara la Revolución. Muchos años después, lo reconocí en un bar de Zaragoza, feo y calvo, con su fea mujer y sus tres niños. Me dieron lástima.
De todo aquello ya sólo me quedan algunos amigos, un miedo cerval a los del tricornio y las canciones de La Bullonera, Carbonell y el abuelo Labordeta. Las mismas que escuché el viernes en la Plaza del Seminario de Teruel.
Evaristo Torres Olivas. Villarquemado

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