En la misma semana han coincidido en las páginas de opinión
del Diario de Teruel tres de las personas del PP que representan las posturas
más integristas, conservadoras, tradicionalistas o como las queramos llamar.
Son tres personas turolenses: Javier Arnal, periodista, miembro del Opus, a
quien he dedicado una docena de columnas en este blog, y con quien mantuve
algunas disputas en las páginas del Diario, antes de que el censor Arrufat me
fulminara; Ana Marín, diputada autonómica; y Rocío Féliz de Vargas, concejala
en el ayuntamiento de Teruel. Tres representantes del ala dura del PP. Estoy
convencido que si de ellos dependiera, la religión católica (la única
verdadera, por supuesto) sería obligatoria en las escuelas, las fábricas y los
estadios de fútbol.
Ellos arremeten con vehemencia contra todo y contra todos
que no comulgan con sus ideas, pero exigen que se respeten las suyas. Solamente
las suyas. En su artículo, Arnal opina que “los carnavales no debe ser excusa
para ridiculizar creencias religiosas”; y todo porque un joven se disfrazó de
“Papa y haciendo gestos de impartir bendición a los viandantes”. Pues a mí que en unos carnavales la gente se
disfrace de lo que quiera, de papa, de juez, de Aznar, de Rubalcaba o de Díaz
Ferrán con traje de rayas y arrastrando una bola de hierro, me parece divertido
y saludable. Mucho más que afirmar, como hace doña Ana Marín, que “lo que dijo
Rubalcaba en el Debate sobre el Estado de la Nación es de la demagogia más ruin
y barata que he escuchado”; o lo que cuenta Rocía Féliz de Vargas: “No comparto
el discurso de determinados colectivos que, liderados por concretos partidos políticos y
sindicales, salen a la calle…para hacer demagogia y política barata”.
No me parece censurable que critiquen a
Rubalcaba, a los sindicatos o a los partidos;
lo que me parece impresentable es la cortedad de estas dos políticas, de
su falta de capacidad y de originalidad: demagogia barata es la expresión que
se les ocurre a ambas. Para criticar, e incluso para insultar, se necesita más
rigor, precisión, capacidad analítica, e incluso más arte. El arte de insultar,
así se titula una recopilación de “insultos, improperios, ofensas, escarnios y
sentencias tajantes” del filósofo Arthur
Schopenhauer. O El arte del insulto, un tratado escrito por tres profesores de la Universidad de Granada. Nos
cuentan que “frente a la mojigatería,
frente a la ñoñez, frente a la estupidez consumada, desde lo más profundo de la
rebeldía popular surge el insulto, fustigador de vicios, desmontador de falsas
buenas intenciones, desvelador de las miserias humanas. Frente al anatema sit
de los represores ideológicos y lingüísticos, el insulto muestra una saludable
y democrática capacidad de ser iconoclasta e irreverente”. Para que se enteren Arnal, Marín y Féliz de
Vargas.
Evaristo Torres Olivas
viernes, 14 de marzo de 2014
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